Si pudiera elegir mi paisaje de cosas memorables, de otoño desolado, eligiría súbitas rosas, lluvia,
recuerdos, alguna muerte, un montón de estrellas y una caja de ilusiones...

martes, 6 de febrero de 2024

One Hundred Times Depper (IX)

Capítulo IX

Alexis se despertó sobresaltada. Miró rápidamente en todas direcciones y se sintió aliviada cuando se dio cuenta de que, esta vez, sí era su pieza, su cama, su modesta colección de libros, su armario y la típica sudadera que utilizaba para dormir, y no la camiseta de un desconocido.

Era domingo. Un día más de prolongación a su agonía. 

Suspiró sobre sus cabellos despeinados y luego se incorporó, tomando el Iphone que había puesto a cargar sobre el velador la noche anterior. Mientras hacía click en el botón de encendido, su corazón volvió a latir trastornado, con una mezcla de miedo, expectación, culpa, curiosidad, y hasta una extraña pizca de ardor que no sabía de dónde provenía. 

Por favor que Borja me haya escrito. 

Sin embargo, para seguir sumando fichas a su desesperación, no tenía mensajes ni llamados. Llena de frustración, lanzó el móvil al final de la cama y volvió a tumbarse en la almohada pataleando con los pies, como una niña pequeña en medio de un berrinche.

¡Puta vida de mierda!

Al rato se escuchó la puerta de su habitación entreabriéndose y una bandera blanca se asomaba agitándose encima de un muffin de arándanos y yoghurt. 

- Vengo en paz -dijo Susana-. ¿Puedo pasar?

- Vale..., si igual ya estás dentro -respondió Alexis, todavía un tanto enojada.

Susana dejó el plato con el muffin y la bandera en una silla, y desapareció por un momento para regresar inmediatamente con una taza de café espumante, con un olor increíble a vainilla. Sabía que era el preferido de Alexis.

Sí que sabe cómo pedir disculpas, la maldita. 

- Venga, que te perdono -le dijo Alexis.

- Ay amiga, ¡qué bueno! No pude dormir en toda la noche sabiendo que estabas enfadada -gritó Susana mientras la abrazaba.

- ¡Vaya mentirosa! -le dijo Alexis mientras le hacía cosquillas debajo de los brazos y se la sacaba de encima.

- Vale, vale. Hablando en serio, perdona. Y sé que no debería hacer ninguna pregunta... -agregó Susana tapándose la cara con las manos-, pero por favor cuéntame. ¿Ya supiste algo de Borja? ¿Qué pasó con "C"? ¿Qué harás con Ramiro?. Porque yo creo que...

Y aquí va la misma de siempre. Qué poco que le duró. 

Alexis suspiró, y la voz de Susana pareció alejarse y alejarse hasta que no era más que un ruido molesto, como el zumbido de una abeja merodeando su panal. 

De pronto, Alexis se encontró a sí misma pensando en ese departamento, y en su cuerpo debajo de unas sábanas misteriosas sólo con las bragas protegiendo su secreto. Pensó en quién le habría quitado la ropa. Imaginó las manos de un hombre deslizando la cremallera de su vestido muy lentamente, y con esas mismas manos, rozarle los pechos mientras le ponía la camiseta. Fantaseó que la alzaban en brazos para ponerla en esa cama con cuidado, como una flor delicada en plena primavera. Y entonces, con la respiración agitada, sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo, y se dio cuenta de que se había excitado. Bueno, sólo un poco.

-Alexis, ¿me estás escuchando? -dijo Susana, sacándola bruscamente de su ensoñación. 

- Sí, sí, claro... -contestó Alexis, pero la verdad es que no había registrado ninguna palabra.

- ¿Y qué vas a hacer? -insistió Susana.

Alexis volvió a quedarse en blanco. 


                                                                               ***


Miró su reloj. 18:30. 

Durante el resto de la tarde se había auto convencido de que esto era lo correcto. Sí, su responsabilidad era aclarar las cosas e ir de frente. Después de probarse casi toda la ropa que cabía dentro de su armario, decidió que había encontrado el atuendo perfecto; algo casual, pero al mismo tiempo, lo suficientemente sexy como para que pudiera tener una mínima chance de reconciliación. Sí, esas reconciliaciones que son de las buenas. 

Terminó de abotonar sus jeans, cerró la cremallera de sus botas color camel y cogió el abrigo verde militar que él le había regalado para su tercer aniversario. 

Aunque siempre había sido un poco torpe con el maquillaje, se puso rubor en las mejillas, se pintó las pestañas y la boca con ese labial nude que a veces le tomaba prestado a su amiga del alma. Luego, cogió el bolso, se puso los audífonos y cerró la puerta de su piso con la osadía conquistando sus tacones. 

A pesar de que no hacía tanto frío como otros días, afuera se podía sentir el invierno con claridad. Una brisa le silbaba en los oídos, ya casi no quedaban hojas en los árboles y el cielo prometía tormenta. 

Bajó las escaleras, abrió Spotify y le dio al modo aleatorio. Dangerous woman de Ariana Grande comenzó a sonar en sus earpods y ella se rió con picardía. 

Justo el impulso que necesito.

Siguió caminando mientras los coches pasaban a su costado, y las luces de los semáforos cambiaban de verde a amarillo y a rojo. Se sentía empoderada y la mujer más atractiva del planeta.

De pronto, mientras doblaba la esquina tuvo la misma sensación extraña de aquel día en que un auto negro le seguía. Alexis observó por el rabillo del ojo, sin embargo, nada le llamó particularmente la atención. En esos pocos segundos, alcanzó a divisar una pareja paseando dos dálmatas tan perfectos como perdita y pongo en los 101 dálmatas, un repartidor en una bicicleta eléctrica, una mujer llevando a su bebé en el carrito, además de varios coches detenidos frente al semáforo en rojo. Si bien ninguno le pareció sospechoso, algo en su interior no le permitió sentirse del todo relajada.  

Con el sonido de la siguiente canción en su playlist; Control de Zoe Wees, avanzó unos metros más hasta llegar a la entrada de la estación de metro. Justo cuando sus pies se ubicaban en el primero de los escalones para bajar hacia el túnel, una motocicleta con el motor a mil revoluciones pasó a su costado tan rápido que la brisa desordenó sus cabellos dejándolos estampados en su rostro. Sorprendida, levantó la vista y alcanzó a divisar un casco negro sobre la motocicleta que no le apartaba la mirada durante un microscópico segundo y luego se perdía entre la multitud. Ella sintió una extraña electricidad en el aire y no pudo mover su cuerpo, como si el tiempo se hubiese detenido en millones de fragmentos. 

Mientras sus pulsaciones corrían desbocadas, regresó a la realidad y descendió los escalones que faltaban. Sacó su billete, atravesó los validadores y esperó detrás de la línea a que apareciera el vagón. Todavía un tanto perpleja, se subió al primero que llegó en modo automático y se olvidó por completo del discurso que había estado preparando en su cabeza para cuando se encontrara con su novio. No podía pensar en nada más que en ese casco negro y en quién estaría detrás del visor. 

Entonces, por el altoparlante del metro se escuchó "Bilbao", la estación donde tenía que bajarse. Volvió a colgar su bolso en el hombro, y las puertas del vagón se cerraron tras ella. Al pisar la línea de protección que separaba a las personas de las vías, cayó en cuenta de que probablemente habían sonado muchas canciones como telón de fondo y ella no había escuchado ninguna, es decir, si hubiera tenido que nombrarlas en orden de aparición no habría sido capaz, así como tampoco habría podido describir a ninguno de los pasajeros que iban en el mismo vagón con ella. 

Apartando este insólito incidente de su mente, Alexis salió del andén y caminó por el túnel que la llevaría  a las escaleras mecánicas y al mundo real. Ya eran casi las 20:00 y el metro estaba por dejar de funcionar. ¿Y si Borja no la recibía? No tendría cómo regresar a casa a menos que tomara un taxi, lo que le costaría una fortuna.

Bueno, igual me lo merezco. 

Decidida, Alexis siguió avanzando por el túnel acompañada de la siguiente canción a la que sí puso atención; Here We Go de Norman, y mientras la letra hacía eco en sus oídos, recordó la pequeña fantasía sexual que había tenido más temprano en su departamento y se mordió los labios.

¡¿Pero qué me pasa?! Yo aquí yendo a casa de mi novio o ex novio... y pensando en quién sabe quién. 

De veras que estoy fatal. 

Como buen domingo y casi de noche, el túnel del metro estaba bastante solitario. Fuera del sonido propio de los vagones al cerrar sus puertas y adentrarse a toda velocidad en la oscuridad, sólo se escuchaban los tacones de las botas de Alexis que hacían clac clac en el suelo al encontrarse con cada pisada. Entonces, ella percibió algo más. Era un ruido de zapato más duro, más fuerte. 

Alexis comenzó a acelerar un poco sus pasos y la persona que venía detrás también. Tenía miedo de girar la cabeza y mirar por encima del hombro, por lo que se apresuró aún más para llegar pronto a las escaleras. Le corría un sudor helado por el cuello y pensó que si Borja estuviese con ella sabría qué hacer.

Cuando Alexis puso un pie en las mecánicas, se sintió segura de nuevo. Recién ahí se atrevió a girarse, pero para su asombro, descubrió que no había nadie. Al salir de nuevo a la calle, caminó rápidamente hacia el apartamento de Borja. Ya estaba oscuro y hacía frío.

Se detuvo frente al número 284. Miró las tres escalinatas que subían hacia la puerta del edificio con el estómago apretado y un tanto indecisa de continuar. Tenía clarísimo que lo que ahora ocurriera, decidiría muchas cosas. 

En el umbral, Alexis se acercó al telefonillo y marcó la letra F.

-¿Hola? -se escuchó la voz de Borja. 

- Hola, soy yo -dijo Alexis con voz tímida.

Entonces, se produjo un silencio incómodo, y por lo que a Alexis le pareció una eternidad, no hubo respuesta. Ni una respiración. Nada. 

-¿Estás ahí? -preguntó ella.

De pronto, la incomodidad fue interrumpida por un fuerte sonido de motocicleta. Cuando Alexis se dio vuelta para mirar, vio en la acera de enfrente, sólo a unos metros más adelante, el mismo casco y la misma moto que había visto durante la tarde. Quien estuviese detrás del visor, tenía los ojos fijos en ella. 


(Continuará).

domingo, 4 de febrero de 2024

Aurora

Aurora mira el punto suspensivo en el ordenador. Está en blanco como su cabeza. Quiere conversar con alguien y no sabe con quién. Todo le parece muy difícil, en resumen, que está todo muy jodido. 10 años. ¿Dónde los metes? No es algo que simplemente puedas poner en una servilleta y luego echártela al bolsillo. No, no se pueden ir así sin más, ¿o sí? Aurora está muy confundida. Todo le duele, y las cosas están tan desgastadas como las vías de un tren. ¿Acaso se puede recuperar? La noche se hace eterna, igual que las lágrimas que le resbalan por las mejillas. La soledad da miedo, pero aterra mucho más estirar la indiferencia y ver pasar la vida silencio tras silencio. Los labios pegados como con cinta adhesiva. El vacío carcomiendo. Aurora no sabe qué pensar. Todo le parece muy incierto, en resumen, que está todo muy jodido. 

sábado, 14 de mayo de 2022

La pérdida

 

Hace unos días, pensé que pronto estaría de vuelta en mis servilletas de papel de siempre. En esas donde me gusta tejer ilusión desde el alma. Pensé que escribiría un libro de nuevo, ese que hablaría de una espera hermosa, de las cartas que te dedicaría por nueve meses. Y sin embargo, la vida me tenía preparada otra cosa. Qué curioso hablar de -vida- cuando en realidad, al final esto tiene que ver más con la muerte. Ha sido triste, ha sido duro. Durante un mes estuviste dentro mío, como el mejor de los sueños. Te buscamos tanto. Te queríamos tanto. Y no alcanzamos ni siquiera a hacernos la idea de ti, a imaginarte, porque te fuiste demasiado rápido. Con cada gota de sangre te alejas más y más, y ese sueño se irá diluyendo hasta que no quede nada. Ha sido triste, ha sido duro. La noche fue larga, con mucho llanto. Nos repiten a cada segundo "Dios por algo hace las cosas", "sólo Dios entiende la naturaleza de sus designios", no obstante, nos está costando bastante reconciliarnos con esa idea en este momento. El mundo ya tiene suficiente sufrimiento, como para agregarle una cuota más. Qué injusto ilusionarse, para que te la roben de las manos antes de que la puedas abrazar. Ha sido triste, ha sido duro. Te perdimos y no alcanzamos ni a pestañear.

miércoles, 9 de junio de 2021

Carta al rector

 Estimado Sr. Rector

Desde el Taller de Capacitación en ABP nos entregaron la tarea de reflexionar en torno a lo que soñamos como proyecto de colegio, y lo que nos parecería justo que los alumnos reciban como formación para la vida. 


Lo primero que pensé cuando nos asignaron esta tarea, es que obviamente todos los estudiantes merecen una educación de calidad y una experiencia educativa que sea significativa. Con esto último, me refiero a que cada uno de nuestros alumnos debiese poder mirar retrospectivamente su salida de cuarto medio con un profundo cariño hacia el colegio, sintiendo y pensando, no sólo que egresan preparados con las herramientas, habilidades y conocimientos necesarios para enfrentar los desafíos que el entorno les irá proponiendo, sino también, que encontraron sentido de pertenencia, dejaron una huella en sus compañeros y profesores, y que lograron participar activamente de una comunidad rica en valores y de una excelente calidad humana.  


Luego, el cómo materializamos esa visión, es una cuestión totalmente distinta, sin embargo, creo que se relaciona directamente, con aquellos procesos reflexivos que nos permiten ir evaluando dónde poner los acentos. Y en ese sentido, pienso que durante la última década, la educación se ha convertido en un bien de consumo. Es decir, si no nos reporta un beneficio inmediato o no demuestra su utilidad, se desecha. Prueba de esto son por ejemplo, la eliminación o las reducciones horarias de asignaturas que antiguamente se consideraban fundamentales para el desarrollo integral de la persona, y que en cambio hoy, tienen cada vez menos cabida en los planes curriculares. 

Con esa premisa del consumo, como sociedad no hemos estado educando con la convicción de que hay que aprender para crecer, ser mejores personas, y para cumplir con nuestra responsabilidad de servir y aportar a la construcción del mundo en el que vivimos. Hemos estado tan enfocados en obtener buenos puntajes y en competir con las demás instituciones para ver quién llena más asientos en la sala de clases, que desde ahí, implícita o explícitamente, transmitimos a los estudiantes que lo importante es la calificación y no el proceso, que lo relevante es el puntaje y no los vínculos que establecemos ni las habilidades aprendidas, que lo central es acceder a un título académico si se desea tener un buen pasar económico o mantener el estatus social. En la actualidad, hemos pasado a menospreciar todo aquello que requiere tiempo y esfuerzo, y como el famoso cuento de los tres cerditos, hemos olvidado que construir una casa sólida requiere primero, tiempos para visualizar y reflexionar cómo quiero levantar mi casa, con qué materiales, entre otros. Y en segundo lugar, que su construcción implica tomar decisiones y poner ladrillo a ladrillo con dedicación, cariño y esmero. En cambio, con esta mirada de resultados, incluso los mismos docentes han perdido un poco la pasión por lo que se enseñan, y sólo tienen tiempo para preocuparse de cumplir con la burocracia, la papelería, o el cómo asegurar un mejor promedio para sus cursos, y así no quedar expuestos o en falta con las exigencias de la institución de la cual forman parte.


Por ello, si pudiese tan sólo comenzar a esbozar el colegio que sueño, ésta sería una institución donde regresáramos a conectarnos con lo importante, lo natural. La naturaleza existe desde mucho antes que los seres humanos y es muy sabia al momento de mostrarnos sus procesos, sus ciclos, aquello que posibilita la vida. 

A raíz de lo anterior, habilitaría espacios dentro del colegio, para que efectivamente nuestros estudiantes tuviesen la experiencia y la oportunidad de contactarse y empaparse de la naturaleza misma. Crearía huertos que fuesen plantados y cuidados por los alumnos, construiría lagunas artificiales y espacios con animales que estarían al servicio de asignaturas como ciencias naturales o biología, incluiría más trabajo en laboratorios y el tema de la robótica, generaría espacios para jugar y trabajar con barro, que podrían ser utilizados desde arte y educación física, e incluso como parte de un recreo o una actividad dirigida desde orientación. Establecería en diferentes zonas del colegio, juegos que estuvieran accesibles en todo momento para todos los alumnos, y que cumplieran el objetivo de fortalecer la resolución de problemas (como los laberintos o los paneles didácticos) y el desarrollo de la motricidad gruesa y fina (como los muros de escalada, las barras o el cruce de redes), y si a su vez, estos pudiesen decorarse con hazañas importantes o personajes destacados de todas las áreas (literatura, arte, ciencias, matemáticas, etc.), estaríamos contribuyendo a la cultura de nuestros estudiantes. 

Está demostrado en múltiples investigaciones, que a edades tempranas, la manera en que los niños aprenden es a través de los sentidos, el hacer, la exploración y el descubrimiento. De la capacidad de asombro deriva la motivación hacia lo escolar. Por lo tanto, si promovemos la experiencia misma y eso lo conectamos con las clases, los libros, los diferentes recursos audiovisuales, e inclusive las vivencias del día a día de los alumnos, estaremos instalando aprendizajes significativos. 

Por el contrario, si las instituciones insisten y perpetúan un modelo de hacer clases donde el profesor expone o dicta contenidos, con la expectativa de fondo de que al momento de la evaluación respondan las frases textuales de lo que consideramos como respuesta correcta, no estaremos educando en las habilidades de un estudiante del siglo XXI. Hoy, el mundo exige que nuestros alumnos desarrollen pasión y entusiasmo por el aprendizaje, pensamiento crítico, capacidad de reflexión, innovación, creatividad, espíritu colaborativo y trabajo en equipo para la resolución de problemas. Necesitamos que muestren resiliencia, flexibilidad y adaptabilidad a las contingencias, que sean asertivos al momento de comunicarse y que puedan expresar ideas con claridad, que exhiban empatía y sean solidarios con las personas que los rodean. Y de seguro, ninguna de esas habilidades las podremos desarrollar eficazmente bajo el modelo tradicional de enseñanza. 

El estudiante debe ser el protagonista, y para ello, los profesores necesitan adquirir un papel secundario, de mediadores, guías o entrenadores. Debemos ser capaces como educadores, de brindar a los alumnos los espacios y las oportunidades para brillar, explorar, descubrir y conocer sus cualidades, fortalezas y aspectos a mejorar. Y que a partir de esa travesía, lleguen a las respuestas, encuentren su sentido de vida, surja de ellos el ímpetu, la sabiduría, el llamado a ser instrumentos de Dios para transformar el mundo. 


Por último, si volvemos a la idea del colegio que sueño, imagino un lugar donde la inclusión sea verdadera y miremos la diversidad como una cualidad que nos enriquece, y cuando hablo de diversidad, no me refiero sólo a aquellos estudiantes que poseen necesidades educativas especiales, sino a que exista cabida para todas las personas, sin importar su raza, género, condición socioeconómica u orientación sexual. 

Muchas veces, con el discurso de la inclusión como telón de fondo, hablamos de la igualdad, sin embargo, me parece que existe una confusión en este término, pues lo que acaba sucediendo en la práctica, es que en esa búsqueda de la igualdad anulamos la diferencia. Y la realidad es que todos y cada uno de nosotros, somos diferentes. Eso es lo que nos hace únicos, singulares, importantes y valiosos. Tenemos que sacarnos la venda de los ojos y comprender que la inclusión no puede significar que seamos todos iguales. La inclusión debe buscar que todos tengamos la posibilidad para mostrarnos como somos, para identificar nuestro valor y poder aportar desde allí, para encontrar nuestro espacio en la sociedad, nuestro camino de realización personal y nuestro sentido de pertenencia. 

Específicamente, si ahora pienso en los niños con necesidades educativas especiales, creo que estamos en profunda deuda con ellos. Nuestro país, y el mundo en general, ha dado pasos importantes en abrir las puertas a muchos niños que antiguamente debían estar en centros especializados, o que sencillamente no tenían las oportunidades de acceder a la educación regular. Se han desarrollado programas de integración escolar, desde los cuales se entregan un montón de adecuaciones curriculares que están al servicio del aprendizaje de estos niños, que respetan sus ritmos e individualidades. Esto me parece excelente, pero a la vez, insuficiente. Como hacía alusión al principio de esta carta, del mundo no nos vamos con los títulos académicos, ni nos hacen mejores personas el saber raíces cuadradas, ecuaciones químicas o cuál es la velocidad de la fuerza. Son herramientas sin duda, pero me parece que el gran valor está en nuestra calidad humana, en los lazos que formamos, los amigos que hacemos, los aportes que realizamos con nuestro servicio, las historias que construimos codo a codo con los demás. Esa es la huella más importante que dejamos. 

A raíz de lo anterior, creo que lamentablemente, en Chile los establecimientos educacionales todavía no han podido dar respuesta a las necesidades sociales y afectivas de estos niños y jóvenes con necesidades especiales; suelen estar solos, deambulan en los recreos y cuando la vida misma ocurre fuera de la sala de clases, la mayoría de las veces no son incluidos, sobre todo en la adolescencia. Esto me hace pensar nuevamente en la venda de los ojos, y en que no podemos igualar lo inigualable, ni forzar interacciones sociales que tienen etapas, niveles de madurez y necesidades diferentes. Si tomo de ejemplo a España, algunas instituciones promueven lo que llaman “recreos inclusivos”, donde un adulto que tiene formación en necesidades educativas especiales actúa como moderador y favorece que se generen espacios de amistad, acorde a sus posibilidades de desarrollo, intereses y habilidades. En este contexto y de manera progresiva, los alumnos van generando su propio sentido de pertenencia, y cuando llegan momentos como el fin de semana, estos niños y jóvenes también disfrutan de actividades compartidas con sus amigos, lo que finalmente les reporta alegría y gozo por la vida. 

Yo, con eso sueño. 

Agradeciendo su tiempo,

se dirige a usted,

una simple y humilde tejedora de ilusión.

domingo, 6 de junio de 2021

El año de la pandemia

El 2020 (y probablamente el 2021 también), pasará a la historia por ser el año de la pandemia. No sé si sólo me pasó a mí, pero al principio, cuando empezaron los primeros noticieros en torno a este virus que se propagaba rápidamente en China y otros países del mundo, fue como si hablaran de otro planeta. Y con el transcurso de las semanas, algo que parecía tan lejano se fue materializando y volviendo muy real, pero a la vez, parecía una realidad de otra dimensión, como sacada de esas películas de ciencia ficción donde hay desastres biológicos. Cada vez que veía en la televisión a las personas con mascarillas o los médicos con sus trajes de astronauta de color blanco, pensaba “¿dónde están las cámaras?”, “esta vez sí que los gringos fueron demasiado lejos con su imaginación". Nunca, ni en nuestras peores fantasías, visualizamos que el exterminio podía ser algo verídico. No en el siglo XXI al menos. Y entonces, todos pasamos a ser personajes de algo histórico, porque pandemias como estas no se veían desde la peste bubónica, la gripe española o la viruela, entre otras.

En un inicio, la pandemia fue la novedad para muchos, e incluso, las cuarentenas las vivieron como esas vacaciones que no tenían hace tanto tiempo. Hubo un flash de motivación donde la gente probó cosas que nunca habían hecho, el instagram se llenó de panaderos y de las más increíbles rutinas de ejercicios en casa. Empezaron a circular un montón de campañas y proyectos personales, porque parecía que estábamos sobrados de tiempo. Pero luego, hacer pan o ejercicio ya no fue tan entretenido, ni la cuarentena tan corta como se había imaginado. Y ya no quisimos más "vacaciones". La motivación se fue abruptamente a la cresta, y en mayor o menor medida, fuimos enloqueciendo con el encierro, especialmente las mujeres que teníamos que hacer malabares con el teletrabajo, la educación en casa de los hijos y los quehaceres domésticos, siendo aún peor en aquellas familias vulnerables, monoparentales, con varios niños y además viviendo en espacios reducidos. El miedo se hizo normal (y decir esto en voz alta me parece muy fuerte... el normalizar el miedo como una actitud de vida, pero es cierto). Se instaló el terror por todas partes; teníamos miedo de contagiarnos, de que un familiar nuestro se enfermara, de que nos quedáramos sin trabajo, de que nuestros niños usaran los juegos de las plazas, fuesen al jardín o a los colegios, con la contradicción de que si no iban, tampoco aprenderían lo que se supone deberían aprender. Teníamos miedo de abrazarnos con nuestros seres queridos, de que un desconocido nos rozara en el supermercado o alguien no respetara las distancias y se nos pusiera muy cerca en la fila para entrar en una tienda. Incluso, nos daba miedo cruzar la reja de la casa, que se nos quedara el alcohol gel, u olvidarnos de desinfectar los zapatos después de salir. Teníamos miedo de terminar intubados, de morir solos, de siendo tan jóvenes, perder la posibilidad de disfrutar la existencia un poco más.

La vida entera se hizo cuesta arriba; trabajar y mantener la motivación, criar y no perder la cordura, educar sin volvernos chiflados, rodearnos de amor sin contagiarnos, convivir en pareja sin tener los deseos de arrojarlos por la ventana de vez en cuando. La casa se convirtió en nuestro búnker, porque todo lo que sucedía afuera se vivía con mucha incertidumbre, con permanente sensación de amenaza y peligro. Pero a la vez, con la paradoja de que estar adentros de este búnker, nos exponía a otro tipo de peligros; la locura desatada en la peor versión de sí misma. Y justo cuando logramos adquirir la sensación de que ya estábamos resueltos, más adaptados a esta nueva realidad, acomodados con las nuevas rutinas en nuestras casas, nos dijeron que tendríamos que salir otra vez. Muchos nos hicimos la pregunta de "¿y si no me siento listo para volver?", "¿mi trabajo me puede obligar al retorno presencial?". El tiempo extra de la pandemia o la mayor soledad con nosotros mismos nos forzó a reflexionar, y algunos incluso se cuestionaron si estaban en el trabajo de sus vidas o a gusto con sus matrimonios, entre otros. 

Ya llevamos un año y medio de mierda, de sentir que avanzan las libertades y luego se retrocede. Algunos nos sentimos agradecidos de estar sanos y de que este maldito virus no ha tocado nuestras puertas. Por otra parte, seguimos sintiéndonos prisioneros, que no podemos controlar lo que ocurre en nuestro entorno, que tenemos que buscar motivación y energía de los lugares más recónditos para continuar levantándonos en la mañana. Nos decimos que hay personas que dependen de nosotros; nuestros hijos. Nos decimos que si no encontramos la fuerza, nadie lo hará por nosotros. Y entonces, seguimos funcionando, como robots programados para la tarea. Pero al mismo tiempo, todo nos duele más, nos estresa más, nos irrita más. Vemos con lejanía que esta pandemia se acabe pronto. Vemos con lejanía poder disfrutar de nuestros amigos otra vez. Vemos con lejanía trabajar o pasar tiempo con nuestras parejas sin nuestros niños encima. Vemos con lejanía recuperar el tiempo perdido, los viajes, el goce. Y con ello, surgen las fantasías más ridículas de que cuando todo acabe, haremos el viaje de nuestras vidas (un año entero por el mundo sin importar la plata, ni el trabajo, ni nadie), o que haremos una fiesta de quinientas personas y nos daremos la pala por tres días seguidos. Siento comunicar, que para la mayoría, eso nunca será real. 

Hoy, escribo esto en uno de esos días grises, de reflexión forzada, donde el invierno que se avecina me va pisando los talones. Casi puedo ver la lluvia, la nieve, la oscuridad. Sin embargo, quiero creer en la esperanza de que falta poco. De que habrá un tiempo para volver a abrazarnos hasta que se nos derrita el cuerpo entero. De que habrá un tiempo para reírnos con nuestros amigos hasta que no quede ninguna botella de pie. De que habrá un tiempo para almorzar en familia sin aforos ni permisos de duración. De que habrá un tiempo para volver a reencontrarnos con el amor. De que habrá un tiempo para amigarnos otra vez con la paciencia, el respeto, la buena fe, el bien común. De que habrá un tiempo para abrir nuestras manos al mundo sin temor. 

lunes, 30 de noviembre de 2020

One Hundred Times Depper (VIII)

Capítulo VIII

El pálido sol de la tarde fue descendiendo por las cortinas de su habitación muy despacio, tan lentamente que el día le pareció durar una eternidad. Sí, como esos inviernos que no acaban nunca, y que sólo te dejan sombras en la ventana. Sombras y preguntas. 

Sus sentimientos estaban todos revueltos, y no sabía qué pensar. Sentía que las cosas en su vida habían dado un vuelco en ciento ochenta grados, pero no entendía bien por qué. Era una sensación muy extraña, como si de la noche a la mañana alguien le hubiese abierto el suelo y ya no supiera dónde pisar. Lo que sí estaba claro es que la había cagado, y puta qué la había cagado.

Alexis se tapó la cara con el cojín del sillón deseando gritar.

¡Soy una estúpida!

Con el frío arrinconado en el alma y la montaña rusa en la cabeza, miraba el pasar de los segundos y cada vez estaba más cerca del deadline

20:00hrs. ¡Madre mía!, ¿qué hago?

Por una parte, quería olvidar todo. Alexis pensaba que ojalá las cosas fuesen tan fáciles como sólo apretar la tecla del mando para rebobinar y así borrar este día de mierda de principio a fin. Pero no. Le tocaría llamar a Borja, disculparse y volver a su vida normal. Sí, esa vida calmada, segura y contenta con el bonachón de su novio. 

Otra parte, en cambio, moría de la curiosidad. Y lo demás, de pronto le parecía insípido, anticuado e incluso irreal. 

Quizás, ya no le gustase lo normal. 

Quizás, todo este tiempo se había estado engañando a sí misma.


En ese momento, se escucharon unas llaves agitándose en la puerta y Alexis se asomó al recibidor.

Susana traía una cara como de si se la hubieran follado hasta el amanecer.

- ¡Eres la peor amiga del mundo! -protesté enfurecida.

- Hola Alexis, ¿qué ha pasado? ¿por qué tanta bronca? -me respondió Susana con cara de sorpresa-. Ya sé que llegué tarde pero no es para tanto, ¿o sí? Ostia, pareces mi madre. 

- No seas gilipollas, ¿sabes todo lo que he pasado? Anoche...

- ¡Espera!, que me hago pis. Luego me lo cuentas todo, lo juro -me interrumpió Susana mientras corría con sus enormes tacones hacia el baño. 

Alexis suspiró enfadada.

- ¡La peor! -le grité mientras ella desaparecía por el pasillo.

Alguien tampoco había dormido en el apartamento porque traía la misma ropa de ayer.

- ¿Me puedo duchar? -preguntó Susana desde lejos.

- ¡Qué morro tienes! -le grité-. ¡Sal ahora y ven!

Cuando Susana regresó, Alexis estaba fulminándole con la mirada.

- No sé ni por dónde comenzar -agregué-. He pasado una noche de mierda. Y para peor tengo un black out que no puedo rellenar. 

- A ver Alexis, que no entiendo nada -me respondió Susana.

- ¿Te acuerdas cuando ayer te dije que iba al baño del club? -le pregunté.

- Ehm... en verdad no tía. 

Claro, cómo te vas a acordar si te estabas comiendo a besos a ese tal Sergio. 
Por poco no le quitas la lengua y te la tragas. 

- Es que nunca te enteras de nada -le reproché. 

- Venga Alexis, no me rayes -me contestó Susana cruzándose de brazos.

- Es que de verdad ha sido el peor día de mi vida -le dije-. En el club al que de mala gana me llevaste... -añadí frunciendo el ceño- me he encontrado a mi jefe. Y no sé cómo voy a volver al curro. No soy capaz de verle a la cara. 

- ¿Qué jefe? El tío este sensual, el del pelo despeinado... ¿el de ojos grises?

- Sí, Susana. Ese. Ramiro.

- Me acuerdo esa vez que te fui a buscar al Hospital y le vi. ¡Qué tío más guapo! Tan macho, tan... ¡Ay! Me lo habría...

- ¿Te concentras por favor? -le interrumpí encabronada-. Me suda lo que habrías hecho con él en este momento.

- ¡Ay Alexis! De veras que hoy traes un genio...

- ¡Qué imbécil! -le grité, mientras me corrían las lágrimas.

Entonces se produjo un silencio incómodo y Susana estaba tan perpleja que no sabía bien cómo reaccionar. Luego, se sentó al lado de su amiga y le abrazó.

- ¿Te hizo algo ese cabrón? -me preguntó.

Alexis por fin había soltado toda la angustia y parecía que nada podría calmar ese llanto tan frágil, desvalido, tan profundo. Como si fuese una niña pequeña a quien le han roto todo el cuerpo. Sí, así se sentía. Rota por dentro.

- Dime Alexis, ese cabrón... que te juro que voy y le muelo a palos -me insistió Susana.

- Fue horrible amiga. Se encerró conmigo en el baño, y se me lanzó encima. Yo no sabía qué hacer, sólo quería morirme. Me hizo tocarle... y me tenía contra la pared. Me he salvado por los pelos -le respondí entre sollozos y el cuerpo que me tiritaba desde la punta de los pies.

- ¡Qué hijo de puta! ¡Que le den por el culo a ese cabrón! -exclamó Susana-. Tienes que denunciarle Alexis, ese pedazo de imbécil la va a tener parda, te lo prometo -agregó con la sangre que le hervía por dentro-. Y, ¿qué pasó después? ¿Ya le contaste a Borja?

- No me acuerdo de mucho más. Creo que entró alguien y que me desmayé.

- ¿Cómo que no te acuerdas? -me preguntó, con algo de exigencia en su tono de voz. 

- Pues así. No me acuerdo. Los nervios... el Aperol... Lo último que sé es que desperté en un apartamento en una zona majísima de la ciudad, en bragas, con la camiseta y en la cama de otra persona. 

- ¡Joder! ¡Qué fuerte!

- Sí amiga, creo que la he cagado. Me habían dejado desayuno, y una nota. Mira... -dije, alcanzándole la tarjeta que había puesto en la mesa.

- ¡Joder! -me repitió Susana-. ¿Quién coño es "C"? ¿Y Borja ya sabe?

- Ay amiga, eso es lo peor -le respondí encorvándome de hombros-. Cuando volví estaba Borja fuera de la casa. No sabes qué cara traía. Yo no podía ni mirarle de la vergüenza.

- ¿Y qué te ha dicho? -me preguntó mientras se preparaba un café y prendía un cigarrillo.

- No me dejó decirle nada, ni siquiera lo de Ramiro. Se ha ido muy cabreado conmigo y con justa razón. ¡Ay Susana! ¿Qué voy a hacer? -le dije tapándome el rostro con las manos. 

Con toda la historia, a Alexis se le había olvidado la parte más importante. La nota de las 20:00, para lo cual faltaban sólo dos horas.

- Y hay más -agregué, al tiempo que miraba el reloj de la pared.

- ¿Es coña? -suspiró Susana.

- No. Después de ducharme me sonó el iPhone nuevo. Me habían dejado esto en la puerta -le dije, pasándole la canasta y la nota.

- ¿Y llamaste al número? -me preguntó Susana.

Es cierto. No había pensado en eso. 
¡Qué tonta! 

Por la cara de Alexis, Susana adivinó que no. 

- ¡Venga!, pasa el móvil que marco yo -me señaló. 

- ¡Ni de coña! ¡Estás loca! ¿Qué tal si...?

- ¿Si qué...? -me interrumpió Susana-. ¿Acaso no quieres saber quién es "C" y qué rayos pasó en su apartamento? Sabe donde vivimos Alexis, ¡qué friki!

-Bueno, sí, pero... -le respondí confundida.

- Pero nada. Dame el móvil.

Susana apretó el botón de discado y le dio al altavoz. Y entonces, ambas esperaron cada sonido con la adrenalina por las nubes, atentas a que al otro lado de la línea alguien cogiera la llamada. 

Cuando contestaron, Alexis enmudeció. Sintió que no podía ni respirar.

- ¿Aló?, ¿eres C? -interrogó Susana.

Por el móvil se escuchó una respiración pero nadie respondió.

- ¡Ey! Te podemos escuchar. Mira, gilipollas... -empezó a decir Susana.

Y colgaron.

- ¡Susana! ¡Qué hiciste cabezota! ¡Cómo se te ocurre decirle gilipollas por el teléfono! -exclamé-. ¡Vaya amiga! -agregué molesta.

Alexis cogió sus cosas del sillón y se fue a su habitación dando un portazo tras ella. Se sentía tan inquieta, de nuevo con esa mezcla de emociones que no podía hacer otra cosa que ir de un lado para otro como un animal atrapado en una jaula demasiado pequeña. Miraba la ventana, la oscuridad, la luna, los coches pasando fuera por la calle, los semáforos, la gente. Se sentaba en la cama, tomaba el móvil. Seguía deambulando. 

Y cuando fueron las 20:00 nada ocurrió.

Ni un llamado.

Ni un mensaje.

Nada.

Alexis se puso el pijama y se acostó en su cama con un nudo en el estómago.

Miró otra vez el móvil, y con inseguridad digitó uno de los pocos números que se sabía de memoria. Después de un rato de tener la pantalla en blanco, le escribió.

[¿Estás ahí?. 
Por favor hablemos. 
Lo siento.
Te quiero. A.]


(Continuará).

domingo, 29 de noviembre de 2020

Amy

Amy escuchaba una, y otra, y otra vez la misma canción en sus earphones. Algo en aquella música le conquistó con apenas los primeros acordes de ese ukelele, y entonces, simplemente no pudo dormir. Recostada sobre la cama, con el calor del verano como su mejor compañero, no paraba de sentir algo dentro, muy profundo, algo que se despertaba. No sabía bien si era la melodía en sí misma o la letra de aquella canción, pero se volvía una cosa casi absurda. ¿Por qué no puedo detenerme?, se decía Amy. Y luego esa misma pregunta la llevó a pensar en la fuente del deseo, en esa gota de placer que surge cuando sabes que estás haciendo algo incorrecto pero aún así quieres llevarlo a cabo, con el pie apretando el acelerador a fondo y que pase lo que tenga que pasar. Claro, porque el corazón te late a tres mil revoluciones y aunque sabes que debieses detenerte no puedes, no quieres. Y esa noche, con la luna brillando en la ventana, Amy pensó que si por un segundo le decían las palabras correctas, abría las puertas sin más. Construía un cohete a papel de diario y salía de allí volando a donde se la quisieran llevar. 

viernes, 29 de noviembre de 2019

Carta número 900

Cuánta historia entre carta y carta.
Esta vez sí que me sorprendo a mí misma, con toda esa vorágine de agua que ha pasado debajo de mi puente, de esa construcción propia, sencilla pero aguerrida, que tanto me ha costado levantar, que tanto luché para tener. 
Cuando escribí la última carta, hace ya algunos años, hablaba de la soledad y del destierro, pero especialmente, sangraba dolor, un dolor muy profundo, muy primario, muy agónico. Hablaba de la muerte de una etapa, del fallecimiento de una capa de piel mía también, y del inicio de una era que me daba un miedo terrible. Una era que estaba plagada de temores, entre ellos, el miedo a no ser libre, a no poder amar a un otro de nuevo, y el más inmenso de todos; el miedo a no ser feliz con nada. Y aún en ese entonces, mi cuerpo y mi mente ya sabían que tampoco se podía seguir corriendo, ni escapando, ni metiendo la cabeza debajo de la tierra como un avestruz. 
Y hoy, cuando estoy en los 900, verdaderamente siento que mucho ha avanzado. De a poco las aguas se fueron aquietando y en vez de ser un cauce impetuoso que parecía inundarlo todo, pasó a ser un riachuelo, que con suprema calma, lograba alimentar un pasto verde para hacerlo crecer y poblarlo de flores, de vida, de paz. Yo volvía a casa, por ese río, por ese puente, pero no a cualquier casa, no a la antigua, sino a una que había edificado ladrillo a ladrillo, como una tabula rasa. Y ya no regresaba como soldado, sino que de mujer común. Regresaba con las manos limpias, la mente esperanzada y el corazón abierto. Tan abierto, que sin darme cuenta, los peces fueron abundantes en el río, el trigo en las praderas, la luz en las ventanas, el calor del sol sobre mi cara. Y entonces, olvidé los temores y acepté que algunas cosas no las podía controlar ni cambiar, que no dependían de mi voluntad, sino que más bien, en ocasiones estaba bien soltar, y dejarse llevar. Me concentré en mí, aprendí a disfrutar, cociné hasta que el arroz estuvo listo y me lo pude comer con tranquilidad. Recién ahí, en esos pasos que parecían insignificantes, mi universo se empezó a trasladar y a transformar. Acepté la vida, acepté el dolor, acepté la alegría, el amor y lo dejé entrar. 
Y hoy, cuando estoy en los 900, he pasado de quejarme, de sentirme sola a vivirme intensa en mi propia calma si es que acaso esa contradicción es posible. Siento el equilibrio y abrazo el impulso, siento el goce y tolero lo más agrio, siento la euforia del amor y acepto sus estancamientos. Todo lo recibo en su punto medio, entendiendo que no se puede estar arriba sin sentirse a veces abajo. Que no se puede volar sin caerse de vez en cuando. Pues estar abajo, y caerse, también es parte de la vida, parte del proceso y no por ello significa la muerte. He trabajado duro (y continúo en ese camino) por entender, por aceptar, por liberarme de las cadenas, muchas de ellas, prisiones mentales en las que a veces uno se encarcela sin ser conscientes del auto sabotaje, del daño que nos hacemos sin querer queriendo. Ya no me siento como Éowyn, ni como Frodo, me siento un poco Arwen disfrutando de la vida mortal y del amor aún a pesar de sus limitaciones o fragilidades, y al mismo tiempo, me siento como si hubiese realizado un viaje a las Tierras Imperecederas, donde por fin puedo ver las cosas con claridad al final de la cortina de plata.